lunes, 27 de enero de 2025

HISTORIAS DE LUIS BRICEÑO, 05.

«” P O C H A.

Todas las tardes, a la hora en que los pequeños hijos de la Gran Duquesa Elvira suspendían sus ejercicios y juegos infantiles, para tomar la frugal merienda que les hacía aguardar sin impaciencia la hora de la comida, notaban la presencia, al otro lado de la verja que impedía el acceso a los frondosos y cuidados jardines que rodeaban el palacio que habitaban, de una niña, de la misma edad que ellos, de aspecto humilde y tristón, que los contemplaba con ojos de curiosidad y de deseos.

A fuerza de verla una y otra vez, uno y otro día, su presencia, lejos de extrañar, había dado lugar al surgimiento de cierto ambiente de simpatía, cada vez más pronunciado, entre la una y los otros niños.

Una tarde, ya en franca y progresiva atracción las mutuas inclinaciones hacia la amistad naciente, Sira, la mayor de las hijas de la Gran Duquesa, se acercó sin cautela, también curiosa y confiada, a la verja de sus jardines y preguntó a la niña sumisa y melancólica:

-¿Cómo te llamas? … ¿Por qué estás siempre tan triste y apagada?

-Me llamo Pocha- contestó la aludida, suspirando pronunciadamente.- Estoy triste -continuó, ingenuamente- porque … ni tengo madre, como vosotras, ni tengo roma de esa de ustedes, ni como de esas cosas que ustedes comen.

-¿No está tu mamita en casa? … ¿Tu papá no te compra trajes, ni dulces? …

-Yo no tengo mamita: se la llevaron los curas para siempre. Mi papá -continuó, compungida- no tiene dineros para trajes; lo que trae cuando vende el picón que hace en el bosque, es para su vianda y para el guiso.

-¡Ah! … ¡Ah! … -se compadeció, pensativa, la interrogadora.- ¿Te gustan los bizcochos? …

-Toma:- Y uniendo la acción a la palabra, tomó un pequeño envoltorio de papel de la cesta donde guardaban los retos de ella merienda y lo puso, dadivosa, en las manos de su interlocutora.

[Imagen con el solo objeto de ambientación, sin relación alguna con la narración] Carlos de Borbón y su familia; Elvira es la primera por la izquierda. Fuente: “lavanguardia punto com”, 30 enero 2.023. 

La llamada de la doncella que cuidaba de los niños cortó el tierno e interesante diálogo. Y mientras Sira, con sus hermanitos y la doncella, caminaban hacia la casa-palacio, Pocha, la huerfanita, deshacía el paquetito donado y devoraba su contenido, sin quitar la vista de la pequeña caravana, de la que la donante era ya para su alma agradecida figura tan destacada.

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A partir de aquella fecha, los diálogos fueron cada vez más largos y compenetrantes; la cortesanía más franca y pronunciada; las atenciones más firmes y delicadas; los obsequios y ayudas más repetidos e importantes.

El sentimiento de ternura había arraigado hondamente en aquella juventud incipiente; el enternecimiento y compasión hacia la nena desvalida fue cada vez más profundo y latente.

La conmiseración engendró un afecto puro y desinteresado, recíproco, nacido y fortalecido con el trato constante, que se convirtió en amistad sincera, tan creciente y encendida, que desembocó en cariñosa protección.

A la gran estima de los pequeños, se había agregado la tierna inclinación de los mayores; al franco querer de los hijos se sumó el mucho afecto de los padres.

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A la merienda cotidiana, se adicionó la doble comida; a la dádiva de alguna que otra ropa, se añadió el regalo del vestido completo.

A las entrevistas diarias, sucedieron las largas visitas; a éstas la estancia prolongada, y, por último, la permanencia completa.

Llegó a cuidarse y a quererse tanto a la huerfanita, en aquella casa, que por todos se la tenía y consideraba como de la propia familia, que con tanto empeño la protegía.

Su padre ingresó con tranquilo y holgado destino en la servidumbre de la finca, y aquella niña tristona y sosota, apocada y candorosa, llegó a ser una jovencita graciosa y vivaracha, ocurrente y jovial; lo que se llama una criatura sencillamente adorable: fina, atenta, educada; simpática, apacible y amena, digna de toda alabanza y merecedora de todo cariño.

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[Imagen con el solo objeto de ambientación, sin relación alguna con la narración] Madres con hijos, siglo XIX. Fuente: “blog.monpetit punto es”, 27 abril 2.018. 

Sira, la mayor de las hijas de la Gran Duquesa, había enfermado gravemente.

Perturbaciones fisiológicas de su desarrollo, tardío y dificultosos, habían puesto en serio peligro su preciada salud.

Una rápida debilitación de sus energías, ponían en gran apuro a los facultativos encargados de su curación.

La consultas médicas eran frecuentes y los medios curativos y los medicamentos se prodigaban hasta la exageración.

Había que hacer todo cuanto humanamente fuera posible por salvar aquella vida y no había nada que omitir.

Fijada una teoría, un diagnóstico conducente a ese fin, se ponía inmediatamente en práctica, pensando conseguir de ello la mayor eficiencia posible.

La lucha era titánica, incansable, heroica.

Pero, a pesar de todos los medios, el vigor de la enferma decaía por momentos y sus languidecientes fuerzas parecían agotarse hasta la extenuación.

Para hacer frente a las circunstancias, para contener y atajar el mal, se había prescripto, como único remedio, inyectarle sangre ajena, en sus venas, de persona sana y robusta: era imprescindible una transfusión sanguínea, rápida y abundante.

Apenas conocida dicha necesidad, hubo una voluntad espontánea que se ofreció insistentemente al sacrificio: Pocha.

Aceptado el ofrecimiento, en razón a la urgencia de la necesidad que lo demandaba, pasó, por dos veces, la sangre generosa, fresca y salutífera, de Pocha a Sira, salvándola, ya, de una muerte cierta.

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[Imagen con el solo objeto de ambientación, sin relación alguna con la narración] Dos sanitarios haciéndole una transfusión de sangre a una mujer en Madrid. Crónica. Fuente: “guerraenmadrid punto net”.

Circunstancias de la vida.

El sacrificio de Pocha, aunque espontáneo, desinteresado, altruista y abnegado, igualó, por decirlo así, en opuesto sentido, el bien recibido.

Pocha pagó de la única manera que podía la deuda contraída.

Hubo en su caso, realmente, verdadera y cabal compensación.“» 

Fuente: “FLORECILLAS DE ESCALIO”, por Luis Briceño Ramírez, p.p. 31-35Primera edición, Jaén, 1.936.  

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