ALTRUISMO.
Cuando
los antiguos trajinantes[1]
-y decimos antiguos porque utilizaban vehículos de tracción animal
o caballerías y caballos de sangre, ya que los mecánicos andaban y
andan aun muy escasos y poco empleados en el ramo de transportes-
cuando los antiguos trajinantes, repetimos, llegaron a la venta, alto
y descanso de su caminata -tarea del día, jornada mínima- acababa
de ponerse el sol tras el no muy lejano horizonte montuoso.

[Al solo efecto de ambientación] Un arriero o trajinante en ruta
con su variada carga. Fuente: “ahoraavila.com”, Jesús
M.ª Sanchidrián Gallego,
15 junio 2024.
En
el valle, que formaban el enlace de algunos montes, derivaciones de
la serranía cercana, comenzaban a notarse las primeras sombras
vespertinas, que aumentaban a la par que las nubecillas blanquecinas
del horizonte pasaban por las tonalidades del iris, para teñirse del
negro plomizo de las noches del novilunio[2].
La
avecillas canoras, que poco antes parecían despedir con himnos
musicales al astro regidor de nuestro sistema planetario, habían
dado como por concluso, hasta el nuevo día, el inacabable repertorio
de sus armoniosos trinos y gorjeos, acomodándose, silentes, en las
frondosas copas de los árboles de la carretera y en las altas ramas
de los bosques frutales de las huertas de la ribera cercana.
La
temperatura, enfriada por el airecillo sutil de la sierra, cuyas
altas crestas aparecían todavía coronadas de nieve, se hacía cada
vez menos agradable, y el viento, adquiriendo poco a poco pujanzas de
cierta violencia, soplaba ya fresco y desapacible.
Bien
se conocía que aun tardaba la Primavera, porque, especialmente de
noche, se necesitaba utilizar todos los medios y precauciones del
verdadero Invierno, para no sentir hondamente las inclemencias del
tiempo.
Nuestros
trajinantes, una vez descargada, cubierta y puesta a buen recaudo
la mercancía que transportaban, y luego de dejar recogidas y
apiensadas las caballerías con que la conducían, comieron, también,
DÁNDOLE CUERDA AL RELOJ DE VIVIR, como decía uno de ello,
dicharachero y ocurrente como pocos.
Luego,
tras sorbo y sorbo de aguachirle[3]
con
ron que en calidad de café les habían servido como punto final de
aquella especie de ágape íntimo, tan confortable para sus estómagos
cansados de digerir fiambres, y entre chupadas y chupadas del sabroso
cigarrillo, con su derivante humareda descolorida, limpia ya de
nicotina en los bronquios de los fumadores, escucharon, complacidos,
el siguiente relato, hecho a instancias de todos, por el compañero
que gozaba fama de instruido, por sus conversaciones amenas y
oportunas:

[Al solo efecto de ambientación] Escena de un enganche de las
encuartas frente al cuartel de Valdenoceda, para subir al puerto de
la Mazorra, aparecida en Crónica de las Merindades, 2011. Fuente:
“sientepadronesdebureba.wordpress.com”, 25 febrero 2019.
-Yo
no sé el tiempo en que sucedió lo que vais a escuchar de mis torpes
labios. El maestro de escuela que me enseñó lo que yo sepa y ya se
me haya olvidado, que fue a quien se lo escuché por primera vez, lo
suponía sucedido antes de la llamada Era Cristiana -ayer mañana,
como quien dice-; otros aseguran, según dijo, que sucedió en los
comienzos de la misma.
Yo
repito, ahora, que no lo sé y, agrego, por mi cuenta, que me parece
que ocurriera cuando ocurriera es exactamente igual, con tal de hacer
constar que seguramente hará mucho tiempo, más del que cuentan
nuestras respectivas edades, y que, pasara cuanto pasara, por mi
parte ni pongo ni quito a lo que refirieron.
Así
es que allá va, y allá ustedes.
Amanecía.
En
el horizonte, hacia su parte
oriental, comenzó a descubrirse la primera luz del nuevo día, esa
alegre claridad crepuscular que, como heraldo de la vida, anuncia la
aparición del astro centro que rige nuestro mundo.
A
los pocos instantes, comenzó a verse el mismo, lentamente, como si
abrazara tiernamente, con los haces de su deslumbradora y vivificante
luz, aquella parte de la Madre Tierra.
Algo
más tarde, desaparecidas, por completo, todas las sombras de la
noche, se comenzó a escuchar el gorjeo de los pajarillos, confundido
con el tintineo de las esquilas
del ganado[4],
al salir del redil, y con el cántico mañanero, alegre y sugestivo,
de los pastores y gañanes.
Al
borde del propio camino, siempre concurrido y transitado, que unía
dos poblaciones hermanas, a cual más importantes y visitadas,
existía una pequeña heredad, en la que se veía trabajar,
constantemente, a todas las horas laborables, a su propietario.
Padre
de numerosa prole, y sin más arrimo, para criarla, que el escaso e
insuficiente producto de su esfuerzo personal, no cesaba, no podía
cesar, de labrar el terruño, a fin de sacarle el mayor producto
posible.

[Al solo efecto de ambientación] Pie de foto original: “José
y Fernanda Muñoz Romero y Pedro
García Mendoza, hacia 1948, junto al pago del Zorro en
Roche. Colección particular Fernanda Muñoz.”
Fuente: Conil en la memoria 2, p. 128, 2007.
Por
ello, buen padre y buen esposo, no era ni podía ser extraño verle
trabajar cultivando aquellas tierras que la roturación arbitraria,
ya convalidada, le había proporcionado, incluso hasta en las noches
en que la luna le ayudaba, regalándole la clara luz de sus
blanquísimos rayos.
Su
fama de trabajador incansable estaba tan consolidada en aquellos
contornos, como la de sus excelentes cualidades paternales y
conyugales.
Y,
en realidad, era hombre que se sacrificaba a gusto, voluntaria y
extremadamente, por el mayor
bien de sus familiares. Era un hombre que tenía demostrado hasta la
saciedad que todas sus aspiraciones, todos sus afanes, todos sus
esfuerzos, se encaminaban hacia el bien de su hogar. Su mujer y sus
hijos eran su debilidad. Parecía que para él no había más mundo
importante que su casa: su mujer y sus hijos.
Claro,
que entre sus relaciones y vecindad, había quien alabara
sinceramente aquellas decisiones, aquel sacrificio incruento; pero
también había, y tal vez fueran los más, quienes criticaran tal
proceder, llegando hasta haber quien lo condenara, presuponiendo un
agotamiento prematuro de energías
y vitalidad, fatalísimo para los familiares …
Apreciaciones
contrarias, antagonismo de apreciaciones y pareceres distintos, que
me recuerdan unos versos
de Campoamor[5]
-<Las dos linternas>- que dicen así:
«Y
es que en el mundo traidor
nada
es verdad ni mentira:
todo
es según el color
del
cristal con que se mira».
Pero
… sigamos con el relato.
Nuestro
principal personaje, poco enterado, por no decir que ajeno, a las
habladurías y apreciaciones de sus conciudadanos, seguía
impertérrito su línea de conducta, tan en armonía con las
esencialidades de su carácter, sin que, por consiguiente, le
importara un bledo el dictamen ajeno.
El
hombre no se ocupaba, pues, nada más que de encaminar la dirección
de su vida y de dirigir sus acciones y actividades hacia el mejor
cuido y labranza de su heredad, a la que, aunque fuera con grandes
penalidades, procuraba sacar, mejorándola cada vez más, el pan
nuestro de cada día.

[Al solo efecto de ambientación] Ilustración
de una entrada del facebook “Salamanca en fotos”, del 4 de julio
de 2020, sobre la leyenda de la “Carroza Infernal”.
Embebido
en esa faena se hallaba, precisamente, a la hora expresada, cuando le
sorprendieron las demandas de ayuda de unos viajeros que transitaban
por el camino que lindaba con su heredad.
Mal
guiadas las bestias que tiraban del vehículo que los conducía, lo
habían desviado hacia las tierras de labrantío, de las que no
podían sacarlo, de nuevo, al buen camino, sin la cooperación y
eficaz ayuda de unas manos fuertes y experimentadas, que aumentara el
esfuerzo común hasta el necesario para conseguirlo.
Logrado
el objeto de la cooperación solicitada, pudo
darse cuenta nuestro principal protagonista, de la importancia, al
menos aparente, de los personajes a quienes acababa de sacar
de un serio apuro.
Estos
personajes eran dos caballeros principales, a juzgar por su
inconfundible porte y vestimenta, y una señora, bella, como una
clara noche de luna, y sorprendente, como la deslumbradora luz de un
relámpago.
Nuestro
hombre, al ser envuelto en la subyugante mirada de aquella extraña
señora, quedó como hipnotizado. No pudo darse cuenta exacta de lo
que ante su vista sucedió.
Al
principio escuchó algo así como la concesión de un obsequio
valioso, que no pudo
comprender. Después desfilaron por su imaginación nombres y escenas
que jamás pudo descifrar …
Hojas
de laurel, agua helada de Castalia …
Soplo
de Apolo, Pitia, Endos, Delfos …
Cumas,
Dafne,
Teresias, Dodona ...
Cuando,
tras aquellos momentos de desequilibrio imaginativo, que para el
pobre labriego fueron siglos de angustia y aflicción, volvió a la
plenitud de su normalidad, experimentando una de las alegrías más
grandes de su vida, pudo escuchar, con gran sorpresa y no poca
estupefacción, la voz dominante e imperiosa de aquella extraña y
singular señora, que le dijo:
-Me
hiciste un favor que te devuelvo con creces, haciéndote conocer el
resultado de mi oráculo en tu honor … Pitonisa o Sibila, que para
el caso es igual, he querido obsequiarte profetizando tu porvenir …
Deja el trabajo y vete a disfrutar de la vida. Tus días están
contados y te queda bien pocos que vivir … Sé egoísta
y aprovéchalos. Lánzate al torbellino de tu mayor placer y no
niegues realización a ninguno de tus deseos …

[Al solo efecto de ambientación] “La
sacerdotisa de Delfos”, óleo (160x80cm) de John Collier,
1891. Museo Art Gallery of South Australia, AGSA, Adelaida,
Australia. Fuente: “historia-arte.com”.
Sentencia
y consejo a los que nuestro protagonista, dándose perfecta y exacta
cuenta de todo su alcance,
contestó, también, resueltamente y en tono y actitud lo más
ceremoniosos que pudo:
-Adiós,
ente despiadado, personaje místico o ser real: gracias por tu
maléfico favor, que no acepto, y por tu consejo egoísta,
que rechazo
con toda la energía de mi corazón … A cambio de una facilidad
espontánea y desinteresada, has matado mi ilusión … Dios te lo
demande … Aunque no importa: después de todo, tienes también mi
perdón … Adiós, sí; pero sepa antes de seguir, que hasta aquí
sólo he trabajado al amparo de la luz en plenitud. Mas de aquí en
adelante, por si acaso, como dueño absoluto de todos mis actos, de
todas mis acciones, trabajaré con todo ahínco
y sin cesar: esos contados días de mi pobre existencia, que
predices, serán bastantes, sin duda, para terminar esta labor que
por sí interrumpí, y que hará que los míos encuentren, al menos,
el máximo producto de esta hacienda, que
les legaré …
Y
sin más ceremonias ni cortesías, se apartó de los caminantes,
entregándose, incansable y afanoso, a la continuación de su labor.
NOTAS
DEL TRANSCRIPTOR:
[1] Trajinantes.-
Los
antiguos trajinantes eran comerciantes ambulantes que
transportaban y vendían mercancías de un lugar a otro,
especialmente en zonas rurales, utilizando animales de carga como
mulas o burros. Su actividad era crucial para el intercambio de
productos entre diferentes comunidades y para la distribución de
bienes en áreas donde el comercio formal era limitado. En
la actualidad, la figura del trajinante ha perdido importancia, pero
su legado se mantiene en algunas zonas rurales, donde aún existen
comerciantes ambulantes que utilizan métodos similares para
distribuir sus productos. Fuente: Texto creado por IA Google, 26
mayo 2025. // [2]
Novilunio.-
Fase
en que la Luna no es visible desde la Tierra. Fuente: Diccionario
RAE: // [3]
Aguachirle.-
Bebida o alimento líquido, como el vino, el caldo, la miel, etc.,
sin fuerza ni sustancia. Fuente: Diccionario RAE.
[4]
Esquilas
del ganado.-
Se
refieren a los cencerros o campanillas que se cuelgan en el
cuello de los animales, especialmente ovejas y vacas, para facilitar
su identificación, control y guía; de Agrotienda COVAP. Fuente:
Texto creado por IA Google, 26 mayo 2025. // [5]
Ramón
María de las Mercedes (Pérez) de Campoamor y Campoosorio
(Piñera, Navia, 24 septiembre 1817 – Madrid, 11 feberero 1901),
poeta español del realismo literario.
https://es.wikipedia.org/wiki/Ram%C3%B3n_de_Campoamor
Fuente: Wikipedia, la enciclopedia libre. //
Fuente:
“FLORECILLAS DE ESCALIO”, por Luis
Briceño Ramírez,
p.p. 135-142.
Primera
edición, Jaén,
febrero
1.936.